El pasado domingo caminando de regreso a casa, presencié una escena callejera que me produjo un gran desasosiego. Eran alrededor de las dos de la tarde y tanto por el día como por la hora, la calle estaba desierta. A una cierta distancia por delante de mi, caminaba una pareja que calculo tendrían entre 17 y 22 años. De repente advertí que el chico la aferraba por los brazos obligándola a detenerse. La joven se zafaba de los intentos de él por retenerla sacudiendo bruscamente los brazos. Repitió el gesto al menos tres veces sin conseguir deshacerse de él.
Inconscientemente apresuré el paso, intentando acortar la distancia que me separaba de ellos con la intención de intervenir con alguna frase del tipo: “¿Te está molestando?”. En ese momento, un vehículo que bajaba en dirección a ellos se paró justo delante de los jóvenes. A pesar de no poder oír lo que decían, la escena era suficientemente clara. El joven se giró en dirección a la ventanilla del vehículo desde donde alguien le llamaba la atención, sin demostrar demasiadas ganas de buscar pelea o plantarle cara a nadie, cosa que ocurre en muchas otras ocasiones. Aprovechando la distracción, la chica reemprendió la marcha calle abajo, con el andar y el gesto visiblemente afectados, mientras se distanciaba de su pareja tres o cuatro metros. Cuando doblé la esquina él la seguía a distancia y la llamaba por su nombre sin obtener respuesta.
No sería correcto sacar conclusiones sobre semejante escena. Pero sí que constituye un buen ejemplo sobre la dificultad de delimitar lo que es violencia y lo que no en una relación de pareja. Tanto por parte de quienes la infringen como de quienes la reciben. Continue reading →