Desde que empezó esto que algunos todavía llaman crisis, cada mañana al despertarnos recibimos un puñetazo de la realidad que nos recuerda que el sueño terminó, a pesar de que gran parte de la población se comporta (nos comportamos) como si nada hubiera pasado. En un mundo acelerado es lógico que el descenso de la montaña rusa sea tan veloz como lo fue su ascenso. Mucho se ha escrito y se escribe sobre las causas de la situación en la que se encuentran la mayoría de los países del mundo occidental obviando, en una muestra más de ombliguismo intelectual, que la mayor parte de la población del planeta sigue teniendo poco o nada que consumir (como siempre).
El consumo, se nos dice en los medios, se resiente de las medidas de ajuste que se aplican para sacarnos del atolladero. En cuanto se reactive el consumo, proclaman los expertos, volveremos a la senda del crecimiento, algo así como la senda de los elefantes, un lugar mítico que muchos quisieran ver pero nadie sabe donde está. Pero ¿No es por el consumo que estamos como estamos? La aceleración mundial que antes mencionaba, la velocidad que marca todos los aspectos de la sociedad, transformó el acto de consumir en un acto consumista. Del consumo de masas que apareció en la primera mitad del siglo XX se pasó a la sociedad de consumo a partir de la segunda mitad. Consumir se convirtió en un fin en sí mismo, fin espoleado por el crecimiento económico, el desarrollo de la publicidad y el marketing y, muy especialmente, por la creencia que las materias primas eran inagotables. Ahora sabemos que esto último no es cierto, en concreto en lo que hace referencia a las fuentes de energía.
El consumo en nuestra sociedad de hoy en día, el que ha sido bautizado como consumo posmoderno, no es más que un acto repetitivo en la búsqueda de algo que llene el vacío que el consumidor siente dentro de sí. Porque el ciudadano ya no es tal, se ha convertido en consumidor (lo convirtieron) para que con sus actos de consumo engrase el engranaje económico, la rueda que no puede dejar de girar. Cuando la rueda se ralentiza, como en nuestros días, se corre el riesgo cierto de colapso. En esta conversión del ciudadano en consumidor la publicidad ha jugado y juega un papel primordial, llevando al consumidor de la mano en su viaje desde la satisfacción de las necesidades que la escasez real le provocaba (comida, cobijo, vestimenta) hasta la satisfacción de las necesidades que la escasez prefabricada por las técnicas de marketing crea en él. Estas técnicas están al servicio del BAU (Business As Usual, negocios como siempre), la plasmación práctica de las teorías económicas del crecimiento perpetuo, de que hay que ir siempre a más para que el sistema pueda seguir funcionando.
Desde la aparición de Internet, la situación no ha hecho más que volverse exponencial. Todo está ya a un solo clic de distancia y la tendencia es que la cosa vaya in crescendo. Lo demuestra la evidencia que la publicidad en Internet es la única que crece y la única que se prevé que seguirá haciéndolo. El fenómeno genera hasta su propio lenguaje. Ya se habla de smartshoppers, aquellos que compran a través de sus teléfonos móviles inteligentes: es lo que se está denominando el “tiempo real”, la última frontera, donde desaparecen todas las barreras. Ya no hace falta ir a una tienda o a un centro comercial. Ya no es necesario estar sentado delante del ordenador. Desde su smartphone el consumidor posmoderno ya puede sentirse el dueño del mundo.
Dentro de este paradigma en el que nos encontramos, el individuo se ha transformado él mismo en una mercancía más del gran expositor, lista para ser consumida, para lo cual ha de mostrar sus mejores atributos y cualidades en todo momento, ser publicista y técnico de marketing de sí mismo. Al pasar a ser un producto, el individuo se convierte en un elemento intercambiable y por tanto desechable, de usar y tirar, tal y como el consumo posmoderno preconiza. Esto se ha vuelto válido tanto en las relaciones laborales como en las personales, en las que los sentimientos se transforman en aspectos maleables que la publicidad utiliza en provecho propio. Aunque ejemplos publicitarios de consumo sobre necesidades prefabricadas hay incontables, traigo uno reciente que es especialmente hiriente para mí por la forma en que se juega hasta la banalización con tópicos sentimentales que no hacen más que encasillar a la mujer en roles que la denigran.
Que nuestro sistema económico, nuestro modo de crecimiento, ha de cambiar es algo que cada vez se discute menos y diferentes organismos y entidades internacionales llevan tiempo elaborando informes y planes que nos preparen para los cambios que inevitablemente se producirán. Aunque los objetivos políticos “oficiales” siguen hablando de recuperar el crecimiento y se mantiene en la población la creencia de volver a “lo de antes”, para lo cual los sacrificios de ahora son necesarios, cada vez nos damos más cuenta que ello no será posible y que debemos empezar a trabajar para conseguir una sociedad futura basada en otros parámetros distintos del crecer a toda costa o del consumo adictivo.
Para finalizar, y no ser acusado de estar en contra de la publicidad, traigo un anuncio que intenta agitar conciencias por una buena causa y que demuestra que las campañas publicitarias no siempre nos intentan vender cosas a nuestro pesar sino que también son útiles y se merecen nuestro respeto y valoración.
Imagen: yorkperry.blogspot.com