Un buen ejemplo de cómo Steve Jobs cambió el mundo: la presentación del primer iPhone en 2007.

En los primeros días tras la muerte de Steve Jobs, hubiese sido fácil ensalzar la figura de este genio de la electrónica. Hubiese sido fácil elevarlo a las alturas; canonizarlo, santificarlo. Pero Jobs no era -ni mucho menos- un santo. Conocidas son sus dudosas prácticas en cuanto a producción y gestión de la competencia; algunas de ellas poco afortunadas y otras directamente indignas de una empresa que ha servido, en cuanto a diseño, innovación y calidad, como faro y guía para el resto. También eran de dominio público su mal carácter, su conflictiva relación con otros altos cargos de Apple así como sus excesos a la hora de exigir productividad a los empleados de la compañía. Quizás no haya sido el mejor hijo, ni el mejor padre, ni la mejor pareja posible… pero estos asuntos quedan en su ámbito personal. Tal vez la gestión interna de su empresa merezca un análisis en detalle, y que sea denunciado todo lo denunciable. Pero, por esta vez, he querido centrarme en aquella magia de Steve Jobs a la que en más de una ocasión he hecho referencia, y sobre todo en algo mucho más tangible: cómo su creación ha cambiado el mundo.

Comprendo que la expresión “cambiar el mundo” puede sonar excesiva, pero también lo hicieron -por elegir dos ejemplos fáciles- Johannes Gutenberg con la imprenta moderna y Tim Berners-Lee con la World Wide Web. El primero popularizó la lectura, facilitando enormemente la producción bibliográfica; el segundo acercó Internet al mundo, cambiando para siempre nuestra forma de acceder a toda la información almacenada a lo largo de la historia, y acercando al mismo tiempo a personas y pueblos de cada rincón del planeta. Steve Jobs logró más de un hito histórico a lo largo de su truncada carrera: con el Macintosh, acercó la informática a la gente común; el iPod cambió de manera irreversible el negocio de la distribución musical, mientras que el iPad transformó la idea que teníamos de lo que debía ser un ordenador portátil. Pero antes de este último gran invento presentó el que, a mi modesto entender, supuso no sólo la reinvención de Apple como compañia, sino -algo muchísimo más importante- la verdadera revolución de la electrónica contemporánea, fusionando la telefonía móvil con la informática portátil: el iPhone. A continuación comparto -obtenida de Youtube y en su totalidad, aunque desgraciadamente sin subtítulos-, la mítica keynote de la conferencia Macworld de 2007 en la que Steve Jobs presentó al mundo la nueva joya de Apple.

(Primera parte de la presentación del iPhone en 2007)

Parece mentira que hayan transcurrido poco más de cuatro años desde aquel día. Con lo asimilados que tenemos determinados conceptos y gestos los usuarios de smartphones, da vértigo pensar lo recientes que son. Más aún sorprende el gran salto que supuso el iPhone sobre cualquier otro teléfono inteligente de la época. Apple logró que el teléfono pasase de ser un objeto a una aplicación: las llamadas telefónicas, desde aquel momento, dejaron de ser la esencia de un teléfono para ser sólo parte de él. El iPhone era un verdadero ordenador… que además permitía hacer llamadas. Su sistema operativo era un derivado directo del OS X (el empleado en los ordenadores de la marca) y servía de base para ejecutar las aplicaciones incorporadas: navegador de internet Safari, cliente de correo, calendario, gestor de fotografías, reproductor de música, Google Maps, Youtube… y podíamos sincronizar el iPhone con nuestro PC o Mac a través de iTunes. Pero lo más llamativo en su aspecto era la ausencia de teclado. La gran pantalla táctil de 3,5” liberaba el espacio tradicionalmente ocupado por los botones para situarlos por software dónde y cuando fuesen pertinentes. Los gestos hoy tan comunes de tocar la pantalla con los dedos, deslizándolos, pinzándolos… cambiaron también la forma de manejar nuestro teléfono -y de percibirlo como tal-.

Una vez más quedábamos fascinados por Apple y el encanto personal de su líder. Amado y odiado, Jobs nunca dejaba a nadie indiferente. Y en aquella presentación de 2007, pese a los evidentes signos de su lucha contra la enfermedad, se le vio pletórico. Tenía un brillo especial en su mirada, ese orgullo de saberse ganador en un nuevo y competido mercado incluso antes de lanzarse a su conquista. Sabía que contaba con el arma definitiva, y convenció de ello al público a base de argumentos incontestables, una puesta en escena bien cuidada (con presencia de representantes de grandes colaboradores como Google y Yahoo), sentido del humor y gran habilidad para salvar imprevistos, como cuando dejó de funcionar el mando a distancia con el que controlaba la presentación. Jobs podía gustarnos mucho o poco, pero nadie podrá negarle su savoir faire.

(Segunda parte de la presentación del iPhone en 2007)

Han pasado los años, y los smartphones cada vez ocupan mayor parte del mercado global de telefonía móvil. Dentro de su categoría, El iPhone sigue siendo el favorito de los usuarios con mayor capacidad económica; pero sus grandes rivales, basados en el sistema operativo Android de Google, le ganan la batalla en ventas. Esto debió ser doloroso para Jobs, quien nunca pudo soportar que otros copiasen las innovaciones de su marca, llegando a prometer en privado destinar todos sus recursos a destruir a Android. Si manejamos un terminal basado en este sistema operativo, nos daremos cuenta de la cantidad de características inspiradas o directamente tomadas del iPhone, y casi podemos entender la ira de Jobs -suena casi bíblico, lo sé-. Estas razones, aunque válidas quizás en el fondo, no justifican las constantes guerras de patentes que Apple ha venido librando contra sus competidores, pero esa es otra historia… Quisiera hoy quedarme con el recuerdo de un hombre brillante: un competidor nato, un mal ganador y peor perdedor, un visionario inconformista y enfermo de la perfección; pero,  ante todo, uno de los personajes más influyentes de las tres últimas décadas.

Foto: PhotoFunBlog.com

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