No hace más de una semana, recorría los hermosos rincones de la ciudad de Praga, con ese aire festivo, vital, curioso y reconfortante que proporciona el hecho de sentirse disfrutando libremente de un espacio y tiempo propios, no sujetos a obligaciones, horarios ni compromisos forzados. Fue cruzando el concurrido Puente Carlos, lugar habitual para dibujantes, pintores y músicos, donde capté esta instantánea. Casi de forma automática mis tensores internos – esos que provocan dolores punzantes en el bajo vientre- se pusieron a trabajar de nuevo, como si de repente me hubiera teletransportado a la rutina de la vida diaria repleta de injusticias, abusos y desatinos. Y es que la felicidad es una sutil y frágil tela expuesta a ser despedazada en cualquier instante. Esa persona desconocida, sin por supuesto intención y sin saber de mi existencia, consiguió por unos minutos y sin ningún tipo de esfuerzo, hacerme sentir furiosa, indignada y casi diría insultada. Bravíssimo!.
Es posible que encontrándome en un entorno cultural distinto al mío, haya interpretado erróneamente la escena. Tal vez, el mozo en cuestión, estaba simplemente practicando su gimnasia diaria, inspirado en alguna de las milenarias técnicas orientales. O acaso se trataba de una representación teatral de un actor callejero, que con mi ignorancia e ineptitud para reconocer las manifestaciones del arte más vanguardista, no fui capaz de apreciar. Hasta puede que fuera un devoto creyente de alguna religión totalmente desconocida para mi, dando gracias a su dios por su inmensa generosidad.
Pero me da en la nariz, dado el aspecto joven, sano y cuidado del susodicho, que se trata más bien de un acto de caradura y desvergüenza supinas. Fíjense en su postura servil, su gesto facial contraído y la imagen global de humillación que escenifica. Es lo que pretende este pensado y elaborado bodegón, remover la compasión de los transeúntes, mayoritariamente turistas con el bolsillo más lleno de lo que es habitual y con el talante más amigable que proporcionan unos días de vacaciones. Al parecer, cada día resulta más difícil conmover unas almas endurecidas por la visión cotidiana de tantas guerras, hambre y violencia. En la India, la estrategia es sencillamente más salvaje, las mafias que viven de la mendicidad (las oportunidades de negocio no parecen tener ningún tipo de límite moral) se dedican a amputar los miembros de sus “trabajadores” y sobre todo trabajadoras forzosas, para espolear la pena y la compasión de los potenciales “clientes”.
En el caso que nos ocupa, debemos agradecer al menos, que el dolor infringido no vaya más allá del de unos duros adoquines clavados en las rodillas, las suyas. Por lo demás, la posición adoptada resulta de lo más saludable para el estiramiento de la zona lumbar, dolencia muy extendida entre las personas que llevan una vida sedentaria. Unos metros más allá de donde se encontraba este “limosnero”, pude observar una variante mejorada de la técnica, por parte de otro individuo joven ( o a lo mejor el de la foto, improvisó torpemente lo que había desarrollado con mejor escenografía éste último). El segundo “limosnero” vestía ropa de aspecto raído, cabellos desaliñados y aparecía en idéntica postura corporal. Completaba el pintoresco cuadro – y aquí la calidad artística supera con creces la del anterior- un enorme can tipo mastín, que yacía a los pies del sujeto, con el morro apoyado sobre sus patitas, totalmente inmóvil, al igual que su dueño y con un gesto que me pareció lastimoso. Siento no disponer de foto en esta ocasión, pero a esas alturas me encontraba ya en un estado de posesión demoniaca que colapsó mi cerebro y me impidió aprovechar la oportunidad.
La mendicidad es un fenómeno bien antiguo, percibido como defecto o virtud según la época histórica y el servicio que pudiera hacer a otros estamentos sociales y tratado o regulado consecuentemente. En nuestros días, tropezamos literalmente con ella casi a diario con solo salir a la calle. Hasta ahora pobreza y miseria parecían ser factores indispensables – aunque no suficientes – para la aparición de la mendicidad. Desde mi última visión, debo decir que han dejado de ser factores necesarios en la ecuación. Sospecho que el nuevo milenio está exigiendo la redefinición de muchos conceptos en todos los ámbitos de la vida.
No pretendo arremeter ni mucho menos contra la caridad, bien al contrario, ésta debería anidar mucho más de lo que es común entre los seres humanos. Sí en todo caso, cargar contra quienes, teniendo aptitudes, habilidades y algo que ofrecer a la sociedad, se limitan a solicitar, sin entregar nada a cambio, sin haber intentado previamente diferentes vías para procurarse honradamente su sustento. Arremeto pues contra el germen de un parasitismo social que parece ir extendiéndose aprovechando el paraguas de esta crisis económica global.
En honor a un muy apreciado amigo, “dos más dos son cuatro, tanto si sabemos contar como si no”: una sociedad en la que sus miembros – o algunos de ellos – toman más de lo que aportan a la misma, está condenada al empobrecimiento y el raquitismo, como una tenia instalada en nuestro organismo que devorara todo cuanto ingerimos hasta destruirnos.
No podemos pretender autoexcluirnos de un sistema social en cuanto a las obligaciones que nos impone, bajo el pretexto de la explotación, el abuso, la injusticia, la desigualdad o cualquier otra bandera que queramos enarbolar, mientras nos dedicamos a consumir, utilizar y disfrutar de los bienes, materiales o intangibles que ese sistema ha creado para todos nosotros, a través del esfuerzo y el trabajo de sus miembros. Y tan de moda como está en cualquier conflicto interpersonal, blandir el “porque yo tengo derecho a…”, no estaría de más recordar que la mayoría de edad incorpora de pleno, un universo de obligaciones que completa esos derechos, entre los cuales, al menos en nuestra Constitución, está el deber de trabajar. Es de suponer que ese deber se encuentre recogido en las constituciones de cualquier estado democrático.
Para unos pocos, de esos afortunados que conservamos un trabajo, esa genuflexión teatralizada, rogando unas monedas, es un auténtico insulto. Que lástima que en el preciso momento en que tomaba la instantánea, una señora depositaba amablemente unas monedas en su vaso. Un refuerzo positivo de lo más estimulante.