Desde que el Ministerio de Educación apostara por la incorporación de las nuevas tecnologías al sistema educativo a través del Proyecto Atenea a mediados de los 80, se ha recorrido un largo camino. En estos 25 años de andadura, el despliegue de medios ha sido desigual en muchos sentidos. En el ámbito geográfico, ha dependido de la iniciativa de aquellas comunidades autónomas con competencias en materia educativa, aunque eso sí, sin dejar de incorporar las directrices generales de aquel programa madre. En el plano político los proyectos en marcha han sido sustituidos por otros sin tal vez dar tiempo a que se obtuvieran resultados y en función del partido en el poder de cada momento. En materia de inversiones, los recursos dedicados por la Administración lo han estado en función de la coyuntura económica.
A pesar de ese proceso heterogéneo de renovación tecnológica, los centros educativos se han ido dotando paulatinamente de equipos informáticos, software, proyectores y más recientemente de conexiones a Internet, tal vez creando una falsa sensación de adecuación a los nuevos tiempos.
Sin embargo, lo material, lo inmediato, continúa dominando nuestro pensamiento y nuestra acción. Así, los diferentes planes y programas encaminados a la incorporación de las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) en los procesos de enseñanza-aprendizaje, se han traducido básicamente en la dotación de recursos materiales. Y aunque desde un primer momento, los mencionados programas fijaron entre sus objetivos cuestiones más intangibles, éstos han ido quedando relegados a un segundo término. Me refiero entre otros a la formación del profesorado y la integración en los proyectos curriculares de esas nuevas formas de enseñar. Y añadiría como cuestión de gran trascendencia, la revisión de las habilidades, capacidades y valores que es preciso fomentar, en concordancia con esas nuevas formas de aprender.
En cuanto a la capacitación profesional del personal docente para el uso en el aula de las nuevas tecnologías y la percepción sobre su valor como herramienta formativa, es evidente que depende en gran medida de características generacionales. Tal como pasa en otros países europeos, la edad media de las plantillas en los centros escolares de nuestro país es bastante elevada. Según los datos estadísticos del MEC para el curso 2009-2010 publicados el pasado mes de junio, el profesorado menor de 40 años representa el 36% de la plantilla total en las enseñanzas de régimen general; se trata pues de una masa de profesionales que se han formado, en su mayoría, fuera del dominio tecnológico. Sus concepciones sobre la escuela, la educación y el papel del profesorado chocan con lo que debería ser la educación en un mundo digital y dominado por las Tecnologías de la Información y la Comunicación.
En este sentido, hay quienes se han adentrado con entusiasmo en las múltiples posibilidades que ofrecen las TIC en cuanto a formas de aprendizaje y desarrollo de competencias más cercanas al alumnado y más acordes con los requerimientos de la sociedad actual, y en el otro extremo quienes se manifiestan – a veces abiertamente- reticentes a su incorporación de forma sistemática.
Resulta apremiante pues, diseñar estrategias formativas dirigidas a la totalidad de este colectivo, incidiendo especialmente en la necesidad de un cambio en las formas de concebir la educación. Las formas de pensar acaso sean las estructuras más difíciles de modelar, pero ese es el cambio fundamental que es preciso inducir en el profesorado, de manera que nuestro sistema educativo sea capaz de formar personas preparadas para afrontar con éxito los retos presentes y futuros: propiciar la autonomía, la creatividad, el sentido crítico, el auto-aprendizaje y la responsabilidad.
Falta también a mi entender, una reflexión profunda y explicitar de forma consensuada sobre el conjunto de habilidades, valores y actitudes que sería deseable establecer en los proyectos curriculares en concordancia con la introducción de esas nuevas herramientas pedagógicas. Por dar sólo algunos ejemplos, se estimula al alumnado a documentarse a través de Internet para obtener información. Pero no se le entrena suficientemente en el desarrollo de un espíritu crítico que le permita navegar por la red cribando la información, distinguiendo los contenidos dudosos de aquellos cuidadosamente elaborados, dando importancia a las fuentes. Se le enseña el “copy and paste” en sus primeras clases de ofimática, pero se descuida lo más importante: inculcar en qué tipo de situaciones el uso de esa herramienta es aceptable.
Mucho me temo que la revolución haya sido, de momento, más en la forma que en el fondo. Queda un largo camino por recorrer en la tarea de reconvertir ese concepto de escuela tradicional en una formulación más adecuada y coherente con las amplias posibilidades que ofrecen las TIC en el campo de la educación.